Ni al Ramses Station ni al Turgoman
Garage, esta vez, quedamos a metros de Midan Tahrir por lo que, aprovechando a
la ubicación, quisimos resolver otro dilema: “¿son 30 o 45 días?”; así que nos dirigimos
a Mogamma y, sin trastornos, supimos que atrasaríamos a la despedida de Egipto.
Otra vez, entonces, nos subimos al
subte en Sadat y, desde Orabi, pateamos al Turgoman Garage adonde adquirimos
nuestros pasajes de, lógicamente, East Delta Bus Co. rumbo a la península Sinaí;
nos deparaba otro largo trayecto que, sin suponerlo, nos adentraría al paisaje
de la península: más árido, menos aplanado y, sí, atestado de militares, de
hecho, a lo largo del viaje, quisieron ver nuestros pasaportes… una y otra vez
aunque, a la segunda, solicitamos al agente –que no usaba uniforme– nos
mostrara una identificación… y bueh… nos mostró al arma a modo de la misma por
lo que, a regañadientes, servímoslos a sus manos.
Arribando al
primero de los propósitos que seguíamos en Sinaí, tratamos a la mujer del
asiento siguiente al nuestro, una egipcia de aires “agringados” y hippies, que
amaba al ritmo de St. Catherine y que, agradablemente, quiso que la siguiéramos
a su alojamiento aunque no llegáramos al mismo ya que, al final, nos derivaron
a Desert Fox adonde, sintiendo al agotamiento y al anochecer que se aproximaba,
nos quedamos, no obstante, no ignoramos lo abusivo del importe… ya sea de la
habitación –que, ni siquiera, poseía ventilador–, asimismo, del menú del
restaurante por lo que nos acotamos a la dieta del pan árabe y agregados que
–siempre, siempre– desplegábamos en el jardín.
Incluimos a
St. Catherine al itinerario, pues, seguíamos un gran objetivo aunque, antes del
mismo, visitamos a los rincones de la atractiva y pequeña urbe, al igual que
otras, sometida a la presencia de la mezquita –aunque su minarete se asemejara
más a la torre de una iglesia– y al paisaje a sus alrededores.
Ahora bien, a
lo largo del viaje, nos vimos atraídos a sitios sagrados a montones de
religiones: budismo, caodaismo, hinduismo, sikhismo y otras; igualmente, ascender
al Mt. Sinaí, ahora, nos acercaría al judaísmo y al cristianismo; así que,
aunque anulamos, imprevistamente, a la subida nocturna, a la mañana, nos
acercamos al pie e ingresamos al monasterio de St. Catherine, agradable a la
vista gracias a sí mismo (sus antigüedades, sus áreas abiertas al público
–aunque más no sean pocas sin admisión– y sus –ocultos– monjes de la Iglesia
Ortodoxa Griega) como, obviamente, al medio donde se ubica mientras que, a la
tarde, sí, volvimos al mismo punto adonde, al retenernos, sobrevino una de las
más inolvidables peleas… los personajes: por un lado, un agente de policía más
otro que, otra vez, sin atuendo que lo identificara, usó al arma –otra vez,
otra vez… y valgan las redundancias!– para acreditar su jerarquía, al lado del
de la pistola, surgía otro personaje que nos mostraba su tarjeta que lo
presentaba como guía de turismo y, a los ya nombrados, sumamos a cinco –sino
diez– que actuaban de “extras”; por otro lado, simplemente, Carla y Hernán que
sabían que no aplicaba ni admisión al monte ni guía que los acompañara al
ascenso; y siguieron los actos: sonidos que serían, a los minutos, gritos; amenazas
que iban (“queremos sus nombres porque vamos a denunciarlos”) y que volvían
(“no nos llamen si se accidentan, se extravían o son robados”); argumentos más
sentidos (“no nos nieguen el ingreso a uno de los sitios sagrados a nuestra religión”)
que alcanzaban al “llanto” –o algo así de Carla– e, intempestivamente, a la ira,
aún más, si oíamos al nombre de “Fox” porque, sí, “Fox” sería parte del tongo…
Igualmente, no
nos vencimos y, al cabo de treinta minutos, nos vimos airosos –y sumamente
alterados– andando a lo largo del camino que, primero, se apartó del “fake” y, a
las horas, alcanzamos al final del mismo, ni más ni menos, a la cima del Mt.
Sinaí adonde vivimos a la más perfecta de las combinaciones: nos vimos solos; al
frente, a la capilla que sirve como hito de Moisés y los Diez Mandamientos que,
allí mismo, Dios le diera; a lo alto, al más fluorescente de los cielos; y,
alrededor, a las montañas; y a la energía que nos inundaba, siguió otro momento
mágico: un único grupo de turistas, italianos que integraban un grupo
religioso, precisamente, al grupo de Don Michele, uno de los dos sacerdotes que
ofició a la misa sirviéndose del más hermoso de los altares.
Y al brillo
del cielo del día, siguió el de las estrellas de la noche que nos acompañaron
al descenso, igualmente, los italianos que nos adoptaron (digamos que, más o
menos, serían de las edad de nuestros padres) y nos obligaron a que no nos
separáramos (lo cual justifica por qué arribamos a la base sin pilas en la linterna);
una vez alcanzada la base, Michele nos invitaría a sumarnos a la visita al
monasterio, al –ya nombrado– St. Catherine, que vimos a la mañana y al cual
hubiésemos regresado al día siguiente junto a los italianos aunque, debido al
ya programado traslado, agradecimos, igualmente, que nos acercaran –a
contra-voluntad del guía que se negaba– a lo largo de los dos kilómetros que
unen al monasterio y la única vía de la ciudad, adonde se ubicaba nuestro
alojamiento, despidiéndonos arriba del ómnibus y, otra vez, al girarnos
mientras nos alejábamos por la ruta y ver a los italianos pegados a las ventanillas
del ómnibus, respondiendo a nuestras manos de la manera más adorablemente italiana
que imaginamos y que, imposiblemente, olvidaremos…
Somos de los
que afirman que, lo que deba suceder, sucederá y, esta vez, no deja de
servirnos de ejemplo: que canceláramos al ascenso nocturno y eligiéramos al vespertino;
que negáramos del modo que lo hicimos al guía y siguiéramos, así,
independientemente a la cima; que nos viéramos allí mismo, ni antes ni después,
sino al mismo momento que los italianos; que los italianos no sean,
simplemente, un grupo de turistas… al igual que otras, la vivencia del Mt.
Sinaí imprimirá nuestros recuerdos y, también, nuestras almas que, al parecer, siguen
alborotándose igual –o más– que al principio, nunca mejor dicho, gracias a Dios…
Carla & Hernán