19 de julio de 2012

... Egipto! (sexta parte)


Ni al Ramses Station ni al Turgoman Garage, esta vez, quedamos a metros de Midan Tahrir por lo que, aprovechando a la ubicación, quisimos resolver otro dilema: “¿son 30 o 45 días?”; así que nos dirigimos a Mogamma y, sin trastornos, supimos que atrasaríamos a la despedida de Egipto.
Otra vez, entonces, nos subimos al subte en Sadat y, desde Orabi, pateamos al Turgoman Garage adonde adquirimos nuestros pasajes de, lógicamente, East Delta Bus Co. rumbo a la península Sinaí; nos deparaba otro largo trayecto que, sin suponerlo, nos adentraría al paisaje de la península: más árido, menos aplanado y, sí, atestado de militares, de hecho, a lo largo del viaje, quisieron ver nuestros pasaportes… una y otra vez aunque, a la segunda, solicitamos al agente –que no usaba uniforme– nos mostrara una identificación… y bueh… nos mostró al arma a modo de la misma por lo que, a regañadientes, servímoslos a sus manos.
Arribando al primero de los propósitos que seguíamos en Sinaí, tratamos a la mujer del asiento siguiente al nuestro, una egipcia de aires “agringados” y hippies, que amaba al ritmo de St. Catherine y que, agradablemente, quiso que la siguiéramos a su alojamiento aunque no llegáramos al mismo ya que, al final, nos derivaron a Desert Fox adonde, sintiendo al agotamiento y al anochecer que se aproximaba, nos quedamos, no obstante, no ignoramos lo abusivo del importe… ya sea de la habitación –que, ni siquiera, poseía ventilador–, asimismo, del menú del restaurante por lo que nos acotamos a la dieta del pan árabe y agregados que –siempre, siempre– desplegábamos en el jardín.
Incluimos a St. Catherine al itinerario, pues, seguíamos un gran objetivo aunque, antes del mismo, visitamos a los rincones de la atractiva y pequeña urbe, al igual que otras, sometida a la presencia de la mezquita –aunque su minarete se asemejara más a la torre de una iglesia– y al paisaje a sus alrededores.
Ahora bien, a lo largo del viaje, nos vimos atraídos a sitios sagrados a montones de religiones: budismo, caodaismo, hinduismo, sikhismo y otras; igualmente, ascender al Mt. Sinaí, ahora, nos acercaría al judaísmo y al cristianismo; así que, aunque anulamos, imprevistamente, a la subida nocturna, a la mañana, nos acercamos al pie e ingresamos al monasterio de St. Catherine, agradable a la vista gracias a sí mismo (sus antigüedades, sus áreas abiertas al público –aunque más no sean pocas sin admisión– y sus –ocultos– monjes de la Iglesia Ortodoxa Griega) como, obviamente, al medio donde se ubica mientras que, a la tarde, sí, volvimos al mismo punto adonde, al retenernos, sobrevino una de las más inolvidables peleas… los personajes: por un lado, un agente de policía más otro que, otra vez, sin atuendo que lo identificara, usó al arma –otra vez, otra vez… y valgan las redundancias!– para acreditar su jerarquía, al lado del de la pistola, surgía otro personaje que nos mostraba su tarjeta que lo presentaba como guía de turismo y, a los ya nombrados, sumamos a cinco –sino diez– que actuaban de “extras”; por otro lado, simplemente, Carla y Hernán que sabían que no aplicaba ni admisión al monte ni guía que los acompañara al ascenso; y siguieron los actos: sonidos que serían, a los minutos, gritos; amenazas que iban (“queremos sus nombres porque vamos a denunciarlos”) y que volvían (“no nos llamen si se accidentan, se extravían o son robados”); argumentos más sentidos (“no nos nieguen el ingreso a uno de los sitios sagrados a nuestra religión”) que alcanzaban al “llanto” –o algo así de Carla– e, intempestivamente, a la ira, aún más, si oíamos al nombre de “Fox” porque, sí, “Fox” sería parte del tongo…
Igualmente, no nos vencimos y, al cabo de treinta minutos, nos vimos airosos –y sumamente alterados– andando a lo largo del camino que, primero, se apartó del “fake” y, a las horas, alcanzamos al final del mismo, ni más ni menos, a la cima del Mt. Sinaí adonde vivimos a la más perfecta de las combinaciones: nos vimos solos; al frente, a la capilla que sirve como hito de Moisés y los Diez Mandamientos que, allí mismo, Dios le diera; a lo alto, al más fluorescente de los cielos; y, alrededor, a las montañas; y a la energía que nos inundaba, siguió otro momento mágico: un único grupo de turistas, italianos que integraban un grupo religioso, precisamente, al grupo de Don Michele, uno de los dos sacerdotes que ofició a la misa sirviéndose del más hermoso de los altares.
Y al brillo del cielo del día, siguió el de las estrellas de la noche que nos acompañaron al descenso, igualmente, los italianos que nos adoptaron (digamos que, más o menos, serían de las edad de nuestros padres) y nos obligaron a que no nos separáramos (lo cual justifica por qué arribamos a la base sin pilas en la linterna); una vez alcanzada la base, Michele nos invitaría a sumarnos a la visita al monasterio, al –ya nombrado– St. Catherine, que vimos a la mañana y al cual hubiésemos regresado al día siguiente junto a los italianos aunque, debido al ya programado traslado, agradecimos, igualmente, que nos acercaran a contra-voluntad del guía que se negaba a lo largo de los dos kilómetros que unen al monasterio y la única vía de la ciudad, adonde se ubicaba nuestro alojamiento, despidiéndonos arriba del ómnibus y, otra vez, al girarnos mientras nos alejábamos por la ruta y ver a los italianos pegados a las ventanillas del ómnibus, respondiendo a nuestras manos de la manera más adorablemente italiana que imaginamos y que, imposiblemente, olvidaremos…
Somos de los que afirman que, lo que deba suceder, sucederá y, esta vez, no deja de servirnos de ejemplo: que canceláramos al ascenso nocturno y eligiéramos al vespertino; que negáramos del modo que lo hicimos al guía y siguiéramos, así, independientemente a la cima; que nos viéramos allí mismo, ni antes ni después, sino al mismo momento que los italianos; que los italianos no sean, simplemente, un grupo de turistas… al igual que otras, la vivencia del Mt. Sinaí imprimirá nuestros recuerdos y, también, nuestras almas que, al parecer, siguen alborotándose igual –o más– que al principio, nunca mejor dicho, gracias a Dios…

Carla & Hernán          

15 de julio de 2012

... Egipto! (quinta parte)


Qué ridículos que nos sentíamos extendiendo al brazo en “L” y moviéndolo arriba y abajo y, otra vez, arriba y abajo… aunque, no podemos negarlo, sirvió: un minibus que se dirigía a la estación de ómnibus nos vio y, antes –mucho antes– de la partida, nos vimos apostados a la misma, sin lugar a dudas, una de las más desagradables del viaje: ni asientos ni iluminación ni pisos aunque, sí, montones de mosquitos que avivaron a la paranoia de Carla, quien sin vergüenza –de la propia porque Hernán sintió a la ajena– usó a los –aún disponibles– espirales mata-mosquitos de Sri Lanka, incluso, mientras dialogábamos junto al joven matrimonio oriundo de Alexandria, que nos ayudaría a sobrepasar a la antesala a la siguiente de las torturas para Carla, principalmente, que se vio aún más incomodada a partir de la ubicación de los asientos del ómnibus (una última línea, justamente, la de los asientos que no se reclinan) y de la temperatura (gracias al motor que recalentaba nuestros traseros y, desde allí, al resto del cuerpo y, por supuesto, a los egipcios que soportan más al ahogo que al aire del aire acondicionado); a la madrugada, al menos, usurpamos unos asientos al momento que se vaciaban y, sí, más acomodados llegamos a Siwa.
Acababa de amanecer; el “ladrón de vírgenes” (porque la imagen del marido sería inversamente agradable a la de la mujer) nos invitó al “taxi” que lo aguardaba, abandonándonos al ingreso del hotel que nos recomendaba; agotados, no negociamos sino que, simplemente, aceptamos a la más económica de las habitaciones, sin aire acondicionado aunque, sí, poseía ventilador… un inútil ventilador por lo que, seguidamente a la adelantada siesta y, desde ya, sin ánimos de aguantar –sin ayudas– al calor del desierto en verano, negociamos una mudanza a la más “aire-acondicionada” de las habitaciones y, a partir de la misma, gozamos al hotel, juntamente, al jardín y, por supuesto, a la amarronada Siwa.
Más conservadores que otros, la gente de Siwa sería igualmente simpática, de hecho, nos invitarían –aunque no aceptáramos– a sus hogares al vernos deambular por las calles de la ciudad, desde lo más céntrico (como su mezquita y su rotonda alrededor de la cual se ubican sus negocios, más aún, que venden aceitunas) al atípico punto panorámico desde donde nos vimos in situ del oasis; alejándonos del núcleo, nos acercamos al Cleopatra Spring (agua de vertiente que da a lugar a una piscina), a las ruinas que, sinceramente, poco nos atrajeron y, a partir de la sugerencia de la Oficina de Turismo, nos dirigimos, primeramente, a pie aunque, al final, nos subimos –en movimiento, lo cual significó un “tropezón” para Carla– a la carretilla que acotó a los últimos kilómetros a Fatnas Island, adonde nos acomodamos y saboreamos al paisaje, igualmente, al jugo que nos sirviera la familia que, al igual que nosotros, aguardaba al atardecer; volviendo a Siwa, impulsados, otra vez…
Además, quisimos ver al desierto desde adentro, por ello, nos subimos junto al coreano y al par de taiwanesas con cámaras de fotos –o, mejor dicho, a las cámaras de fotos con par de taiwanesas– a la camioneta que, al desinflar sus gomas, se adentró a las arenas, jugó a la “montaña rusa” y, sobre una de las altas dunas, nos dio tiempo para que nosotros, ahora, jugáramos a deslizarnos, siendo un primer voluntario, obviamente, Hernán, seguidamente, los orientales y, gracias a Carla que le regalara su vez, nuevamente, Hernán aunque, antes que pidiera “una más”, nos subimos a la camioneta que, seguido, nos acercó al oasis adonde nos atemperamos, gustamos té y sheesha; más tarde, al malogrado pozo de petróleo de los rusos, un spring de agua a altísima temperatura; a la necrópolis de fósiles que datan del tiempo del mar; y, al final del día, al sitio desde donde vimos al atardecer sobre el Desierto de Libia; después del mismo, regresaríamos a Siwa aunque retrasadamente debido a las taiwanesas que anularon su noche en el desierto mas no, su cena por lo que, mientras aguardábamos su bon appetit, al menos, seguimos dándole al té y a la sheesha…
Así nos aproximamos al final de Siwa: un reencuentro –junto a los ingleses Alex y David– más aceitunas, pan y queso más paseo más siesta –gracias al check-out que negociamos– y, como resultado, regresamos –más que relajadamente– a la mínima estación de ómnibus, pues, nos dirigiremos –por última vez, supuestamente– a Cairo y, desde allí, al otro lado del canal de Suez, adonde se ubica la península Sinaí e, inminente a la misma, nuestros –lamentablemente– últimos días por Egipto…

Carla & Hernán          

12 de julio de 2012

... Egipto! (cuarta parte)


Otra vez nos quedamos con ganas de subirnos al tren; aparte, sin servicio de ómnibus al destino, primero, nos dirigimos a Cairo y, desde allí al menos, uno y otro paso serían más sincronizados: desde Ramses Station (porque el ómnibus se dirigió a la estación de trenes), nos trasladamos a pie a Turgoman Garage desde donde, a los diez minutos, nos subimos al segundo de los ómnibus que, puntualmente, salió rumbo a Alexandria; a la estación de ómnibus de Alexandria arribamos aunque, inversamente, quisimos ir a la –más céntrica– estación de trenes por lo que acertamos al minibus y, antes de lo previsto, nos vimos asentados a la misma, desayunando y, unos minutos más tarde, yéndose –Hernán– a la ciudad, adonde ubicó al que sería nuestro alojamiento, un antiguo e impecable semi-piso adaptado, por supuesto, como pensión, al momento, uno de los más agradables de Egipto.
Quizás suene incongruente aunque, sí, así vimos a Alexandria: una gran urbe, no obstante, su gente sería relajada, más aún, si se la compara a la de sus pares al sur; moderna, por ejemplo, si miramos a la simbólica biblioteca aunque, no tanto, si nos remitimos a sus mercados, sus ruinas y sus transportes; idílicamente mediterránea, siempre y cuando, no seamos muy detallistas…
Y, al igual que siempre, caminamos: desde “lo de Clemente” a la costanera, atravesando montones de negocios –aunque, un poco más, de zapatos–; a lo largo de la misma, a las playas del este, aprovechadas por los egipcios que siguen, por supuesto, a los códigos del Islam, y al oeste, adonde se ven más pescadores y, más allá, al fuerte Qaitbay; y, desde las aguas nos dirigimos adentro y nos acercamos a las ruinas que datan de las ocupaciones griegas y romanas, así, visitamos –o, mejor dicho, Carla– al anfiteatro, seguidamente, ambos visualizamos al Pilar de Pompey y, gracias a la ayuda del sordomudo que nos guió a partir que Hernán le pidiera indicaciones (si si… al sordomudo!), ingresamos a las asombrosas –y gigantescas– catacumbas que datan del siglo II d.C, reveladas unos dieciocho siglos más tarde gracias al burro que, siguiendo una zanahoria, cayó a las mismas… una muestra impresionante, además, a partir del arte egipcio, griego y romano –o un mix de los tres– aplicado a la muerte.
Aparte de los negocios que significaron una superación a la abstinencia, no hay más por lo que Alexandria nos siga reteniendo, no obstante, sí queremos seguir viendo más de Egipto por lo que, nuevamente, nos trasladaremos, nos acercamos a otro border, al de Libia pues, a pocos kilómetros de allí, se ubica –ni más ni menos– uno de los más grandes de los oasis de Egipto: Siwa.

Carla & Hernán          

8 de julio de 2012

... Egipto! (tercera parte)


De regreso a la tierra, nos aguardaba un minibus que, primero, nos acercó a Kom Ombo y, más tarde, a Edfu, ambos, gigantescos templos impecablemente conservados y dedicados a animales sagrados (al cocodrilo, de hecho, se exhiben momias de cocodrilos, y al halcón que representa a Horus, respectivamente); mientras que, al mediodía, nos vimos arribados a Luxor, adonde negociamos un importe más que óptimo por una de las habitaciones –aunque sin aire acondicionado– del Bob Marley House Hostel, otro de los hoteles de Aco (ya dijimos que sería un ejemplo de negociante, no?).
A lo largo de los días dedicados a Luxor, vimos atractivos y de los más variados, primeramente, los quesos del supermercado: los egipcios consumen montones de quesos que son, para nosotros, más que accesibles por lo que, aprovechándolos, nos preparamos una comilona que, además, incluyó aceitunas, fiambres y hummus y que, a su vez, sumando a las berenjenas del puesto de pollos al spiedo y los kosheri (una mezcla de arroz, lentejas, macarrones y salsa de tomate), siguieron aumentando al amor por la gastronomía de Egipto.
Aparte de los ya mencionados placeres de los dioses que nos regalamos, obviamente, visitamos a los atractivos de la costa este del río Nilo, de los cuales destacamos a la –aún azulada– costanera, al céntrico Templo de Luxor que se ilumina por las noches, al zoco y, un poco más alejado, al Templo de Karnak, más grande que ningún otro, asimismo, sus columnas y sus obeliscos, adonde nos vimos, otra vez, agasajados gracias a la ausencia de turistas.
Igualmente, accedimos al otro lado del río: nos dirigimos al muelle adonde se nos abrojó un “cazaclientes” quien, incluso, se subió al ferry junto a nosotros y, al final, aceptó al número que nosotros aspirábamos; así, apareció Muhammed quien, abordo del Peugeot 504, nos trasladaría a través de las polvorientas avenidas del “west bank” sin imaginar que aquella simple travesía avivaría –a ambos– sensaciones de la infancia, desde ya, arriba del auto de papá.
Después del “stop” que nos acercó a los reensamblados Colosos de Memnon, seguimos andando y arribamos al primero de los grandes propósitos del día, el Valle de las Reinas: ingresos más que sutiles a las salas subterráneas que guardan pasillos, pinturas y, por supuesto, sarcófagos más un adorable paisaje, sin turistas, que rodea a la más grata de las necrópolis serían una introducción al siguiente, el Valle de los Reyes, similar al anterior aunque más turístico (lo cual justifica a la presencia del tren que transporta a los turistas –que pagan ya que no se incluye al importe de admisión– a lo largo de unos… trescientos metros) y más grandioso ya sea por su número de tumbas abiertas al público –aunque, al igual que en el de las Reinas, sólo ingresamos a tres– como a las dimensiones de las mismas. Al final del día, nos vimos sumamente conmovidos, no sólo por lo visto sino por Muhammed, pobre viejo, que alguien le dijo que nos vio irnos a pie –por ende, sin pagarle– por lo que salió a la búsqueda de nosotros y, ya resignado, volvió al ingreso del Valle de los Reyes adonde nosotros, mientras asimilábamos a las imágenes del día, aguardábamos.
Ahora… aún no superados aunque, sí, extasiados a partir de la antigua civilización, nos dirigiremos al norte de Egipto, a la ciudad del Gran Alejandro y, no menos importante para nosotros, de Margarita Felice… que, sin más, nos verá a orillas del mar Mediterráneo, por primera vez…

Carla & Hernán          

4 de julio de 2012

... Egipto! (segunda parte)


Sin más opciones, elegimos al ómnibus que saldría desde Turgoman Garage y andaría a lo largo de toda la noche –o, un poco más también, ya que llegamos a las dieciséis horas de la partida– a Aswan adonde nos organizamos al estilo de siempre: mientras que Hernán quedó a la guarda de las mochilas, analizaba –Carla– alternativas de alojamiento, optando por uno que, al final, sería relegado mientras íbamos rumbo al mismo, al conocer a Aco, un simpático egipcio que nos otorgó un insuperable importe por una habitación que, aunque estéticamente desagradable, poseía aire acondicionado y baño privado e, igualmente importante, una ubicación inmejorable: sobre la adorable peatonal del mercado que caminamos e, incluso, nos asentamos junto a la primera sheesha del viaje mientras mirábamos a los personajes de Aswan; diagonal al –más que visitado– puesto de falafel o hígado en pan árabe; a pocos metros de la azulada costanera del río Nilo –sorprendentemente, si se la compara a la grisácea de Cairo–, ocupada por cruceros y feluccas (bote de madera a vela) de lo más atractivas.
Al lado del río desayunamos alguna que otra mañana, paseamos uno y otro día y lo cruzamos junto a Hiro, un japonés que conocimos en lo de Aco, abordo del ferry –que nos negamos a abonar más que los locales por lo que vimos irse al primero y retrasarse al segundo por nosotros– y nos dio acceso a la isla Elefantina que alberga al gran número de nubios (antigua población que resulta de la mezcla de egipcios y sudaneses), además, un par de nilómetros –que nunca reconocimos– y unas ruinas a las que ingresamos sin querer –queriendo– a través de la “puerta” de atrás.
Aco, un ejemplo de negociante de Egipto, nos asesoró y, al final, nos vendió a las siguientes actividades. Así, madrugamos y, a las cuatro de la mañana, nos sumamos al que vimos más como vestigio, un convoy turístico que andaría unos 280 kilómetros a lo largo de la ruta rodeada del desierto, rumbo a Abu Simbel. Al ingreso, lógicamente, abonamos nuestras admisiones que, inesperadamente, serían más que la supuesta ya que, a la principal, se sumaba una –aceptable– del gobierno y otra –inexplicable– del sindicato de guías de turismo, por lo que nos preguntamos… “y los guías?”; infelizmente nos quejamos y nos mandaron uno que poco se veía como guía –ni siquiera hablaba inglés– que simulaba darnos explicaciones aunque sus aportes se limitaran a “beautiful, beautiful”; por suerte, nos “perdimos” y seguimos andando solos…
Ahora bien, dejando de lado a la ausencia de turistas, nos sentimos atraídos, primeramente, a partir del artificial lago Nasser, azulado y gigantesco, culpable de una de las mayores obras de ingeniería de los años 60’s, al tener que ser trasladados los templos debido a la subida del nivel de las aguas del Nilo; seguimos avanzando y vimos al protagonista del complejo, al Gran Templo de Abu Simbel, cuyos colosos protegen un interior igualmente majestuoso –altísimas columnas, paredes talladas e, incluso, pintadas–; y, un poco más allá, al dedicado a la amada de Abu Simbel, Nefertari, sin lugar a dudas, otro gran ejemplo de mantenimiento y presentación gracias a la agradable iluminación y pasarelas que, verdaderamente, justifican al valor del ingreso (un poco más alto que otros) aunque… seguimos pensando acerca del sindicato, tanto, que Hernán se hizo de dos grandes amigos por si volvía a seguirnos aquel pseudo guía de turismo…
Aswan nos agradó aunque, asimismo, gozamos de la partida que sería sin igual: junto a Hiro, otra japonesa llamada Maki más Alex y David, hijo y padre ingleses, nos subimos a una de las seis feluccas de Aco y, gracias a la presencia de –ambos nubios– capitán y ayudante –también cocinero– vivimos una amena experiencia, navegando a lo largo del Nilo que nos regalaba más “imágenes nubias” a sus orillas; una pequeña playa nos dio la posibilidad –que rechazamos– de zambullirnos a las heladas aguas del río; un atardecer no más inolvidable que la luna… una gigantesca luna que nos iluminó a lo largo de gran parte de la noche… una noche inigualable sobre las aguas del Nilo… una última noche en Aswan –o, mejor dicho, los alrededores de Aswan– pues, a la mañana siguiente, seguiremos viaje más conservadoramente, rumbo al siguiente de los destinos de Egipto, un paso obligado: Luxor.

Carla & Hernán